jueves, 22 de enero de 2009

Vamos con un poco de literatura!.


Bien, pues aprovechando que hoy es día de "Vicentes" y que este relato que ha caido en mis manos, o mejor dicho en mi correo, tiene como protagonista a uno de ellos. Aquí va un poco de literatura, un relato corto de la pluma de Rafael Valcarcel.



Era cuestión de bajar la mirada para leer, entre las piernas de Vicente, el inicio de la carta. De igual modo, era cuestión de bajar la mirada —un poco más— para leer, entre mis propias piernas, el final. Los párrafos intermedios estaban distribuidos en otros seis troncos que hacían de sillas. Todos habían sido grabados en bajo relieve, posiblemente con un punzón o un pedazo de piedra pulida. Y pese a la tentación de conocer ya el contenido, creí correcto concentrarme en el discurso de mi anfitrión, que nada tenía que ver con el asunto que me había hecho recorrer más de diez mil kilómetros. En breve, me dejaría a solas con el mobiliario.

Paciencia.

34 años antes, el padre de Vicente, Alfonso Mendizábal Cabral, comenzó a escribir la carta más larga que se conozca, considerando la longitud del espacio temporal y no la del soporte. Tardó algo más de una década. Cada frase se extendía a lo largo de cuatro o cinco meses, tiempo que el árbol requería para crecer y dejar a su alcance otro espacio virgen, al que podía llegar estirando el brazo entre los barrotes de la ventana de su celda (dejar suspendido un sentimiento, dejar suspendidas las palabras, redistribuirlas mientras flotan en el otoño y el invierno, expresarlas en primavera, observarlas cómo suben por el árbol, observarlas cómo se alejan y te dejan).

Alfonso fue encarcelado tras el golpe de estado de Augusto Pinochet. Por azares del destino y previsiones humanas, no terminó enterrado en el estadio. Sus padres nunca tuvieron los medios para brindarle una educación y su lengua había sido cortada. En su documentación constaba como analfabeto. Fue después de cumplir los 20 años cuando Alfonso aprendió a leer —le fascinó— y a escribir, pero eso el verdugo y los militares lo ignoraban. De todas maneras fue torturado. No obstante, si era incapaz de darles información a ellos, también lo sería con la prensa y demás impertinentes. ¿Soltarlo? Tampoco. Su cuerpo estaba tan amoratado que hablaba por sí solo. Un muerto más o uno menos les era indiferente en la balanza, pero desconozco qué se les pudo cruzar por la cabeza para darse la molestia de destinarlo a una prisión del interior, al sur de Santiago.

Algunos dicen que el amor te hace soñar despierto. Otros, que te adormece los sentidos. Para Alfonso, en buena hora, fueron las dos cosas. Así soportó las bofetadas, puñetazos, patadas, descargas eléctricas, inmersiones, más patadas y puñetazos, gritos ajenos, ruidos propios, frío, hambre, soledad, silencio.

En ese silencio, la carta:
“Cientos de días y sigo despertando en el que me despedí de ti, el mismo día que te conocí, el único en el que acaricié las tonalidades de tus silencios, tu aroma, tu valor y cada latido de felicidad. Un día que al parecer viviré por siempre.
No me arrepiento de haber caminado en dirección contraria a la fábrica. Quise hacerlo varias veces hasta que por fin me decidí. Esa mañana, al doblar la esquina, tu pancarta me atrapó. Ni una letra. En blanco por los dos lados. Estaba totalmente de acuerdo contigo: hay rabias que son inefables.
Una que otra vez, los sueños me traicionan y me separan de ti, ocupando mis pensamientos con temas del todo irrelevantes. La mezquindad del poder, los tantos a favor o en contra y las discusiones entre la fe y la demostración no pertenecen a estos cuatro metros cuadrados. Aquí, cuando despierto, ni siquiera estoy yo.
Pienso que el paraíso debe ser muy parecido a lo que ahora vivo. Uno elige el día más feliz para que se repita eternamente. O las horas más felices. Mi momento eterno inicia con la pancarta en blanco y termina un segundo antes de que vayas a comprar algo para comer.
Al irte, uno de los muchachos que me presentaste entró a la habitación muy asustado. Me dijo que los militares estaban en camino. No quise huir. Quería esperarte. Creía que el ser inocente era suficiente para ser inocente. Tus compañeros sabían más de justicia. Me cortaron la lengua y salieron corriendo.
Desde la tolva del camión que se alejaba, te vi. La bolsa con la comida cayó al suelo. No pudiste gritar. Yo compartí tu impotencia. Vaya ironía. Tú una muda de nacimiento y yo un recién convertido. Me da vergüenza admitirlo… me sentí aún más enamorado.
Tu manera de hablar con la mirada no deja de seducirme. Me enseñas a amarnos sin subestimar ningún sentido. Más que nada, disfruto apoyar mi oreja en tu pecho y oír tu voz primera, diciéndome qué te gusta y qué no. Y no me hace falta conocer ni tu antes ni tu después, ni deseo inventarlos. Pero también sé que el presente donde habito contigo es tu pasado.
Aquí no hay noticias, ni libros, ni entierros, ni revoluciones. Aquí no hay nada contra qué manifestarse. Tampoco hay esperanza. Aquí solo hay un día que fui feliz y que se repite y repite y repite. He vivido en el paraíso antes de tiempo, con un exceso de huesos y carne de los que hoy me pienso liberar. Los sueños no volverán a alejarme de ti”.

por Rafael R. Valcárcel

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