Los que hemos tenido una educación cristiana, conocemos la parábola del hijo pródigo. En esta parábola se cuenta que un hombre tiene dos hijos, y el más pequeño de los dos le dice que ya va siendo hora de que reparta la herencia. El padre así lo hace. Con el dinero en la saca, el hijo pequeño no tarda en irse de casa. Entonces comienza una vida de excesos y despilfarros. Meretrices de buen ver, buena comida y amistades peligrosas. Se lió el chico con cuantas titis descaradas se encontró a su paso en aquella tierra que después llamaron santa. Y cuando se fundió todo el dinero que su padre le había entregado y estaba en la puta miseria, volvió a casa. No porque estuviera arrepentido, sino porque no había otra.
El padre, al verlo, se tornó loco de alegría. Le abrazo y organizó para él un banquete de lujo, haciendo sacrificar en su honor al cordero mas hermoso de su rebaño.
Así las cosas, el hijo mayor que había permanecido junto al padre todos aquellos años haciéndose cargo de la hacienda, le dijo a éste que aquello no estaba bien. Le expuso claramente que él había estado a su lado durante la ausencia del hermano, doblando el lomo, madrugando, cuidándolo, y que nunca le había organizado un banquete ni había matado un cordero en su honor. El padre le contestó que él siempre había estado y su hermano era el hijo que había perdido y había vuelto a hallar.
Vaya. Perpleja me quedo. La doctrina Cristiana da una explicación singular a esta parábola afirmando que, por una parte, es una respuesta a las críticas de los escribas y fariseos, y por otra, un reconocimiento de la misericordia y la compasión de Dios hacia los pecadores. Igualmente, la doctrina judía reproduce esta parábola y da a la misma una explicación completamente diferente. Dentro del judaísmo nazareno, esta parábola simboliza el retorno de la casa de Efraim. Las diez tribus pérdidas de Israel y su unión final a la casa de Judá.
Pero veamos ahora qué dice el sentido común. En esta historia, entendida como simple relato, el padre es tonto. No ha sabido apreciar el esfuerzo del hijo mayor, del que ha permanecido junto a el, del que probablemente se ha visto privado de los placeres de la vida por cumplir con sus obligaciones cotidianas.
Por el contrario, le ha montado el gran sarao al hijo que ha dilapidado su herencia, al que se ha tirado cuanto se movía frente a el, al que se ha movido en círculos poco aconsejables. El hijo pequeño es sin duda un pequeño Nicolás bíblico, un aprovechado de la vida, un cantamañanas, y probablemente, un tío con cierto carisma. Vuelve a casa no porque se siente arrepentido sino porque no le quedan mas narices, porque se muere de hambre, porque se niega a trabajar en una granja de cerdos. ¿Un banquete, un anillo, el mejor vestido? Una buena hostia es lo que merecía ese tunante de tres al cuarto que no hace sino aprovecharse de la bondad de los demás. ¿Y que podríamos decir del hermano mayor? Sin duda es un buenazo, un cándido bienintencionado, una de esas personas que creen que el esfuerzo y la fidelidad le serán recompensados en vida. ¿Y con qué se encuentra? Con la decepción de saber que, aun estando siempre en la brecha, el padre no valora su esfuerzo perseverante, y el hermano, menos.
La parábola termina ahí pero yo me hago varias preguntas que a lo mejor alguno de vosotros osa responder: ¿Qué hizo el hijo pródigo después del banquete? ¿Se largó a vivir su vida o por el contrario, se puso a cuidar el ganado? Y otra propuesta mas inquietante, ¿Qué hizo el hermano mayor después de este suceso? ¿Se fue a gastarse su parte de la herencia como había hecho su hermano, o se quedó cuidando de la hacienda por los siglos de los siglos? No se. Estas historias bíblicas siempre acaban confundiendo mis neuronas. A ver si alguno de vosotros aporta alguna idea.
Nota de la gata: el magnífico cuadro que acompaña estas letras es "El Hijo Pródigo", de Bartolomé Murillo.