Increíble pero cierto...
En plena fiesta de las fallas, paseaba yo por
Valencia, callejeando como hago de vez en cuando.
Los petardos y el olor a
pólvora, los falleros y sus pasacalles, y toda la horda de turistas propios y
extraños me cercaban, como cuando los “zombis” asedian al “prota” en un capítulo
cualquiera de “The walking dead”. ¡Ya estaba harto de tanta intromisión y empezaba
a ver frustrado mi deseo de pasear en soledad, mi cámara y yo, y nada más…! Por suerte, una calle cualquiera, cuyo nombre ni recuerdo,
apareció a mi derecha como en una elipsis atemporal y sin pensarlo,
me adentré en ella.
Por extraño, absurdo diría yo que parezca, no
hay falla ni falleros en la calle cualquiera de nombre indiferente. Tranquilo y
relajado continúo andando, no me lo puedo creer. No se oyen los petardos. No percibo
olor a pólvora. La calle es estrecha, las vetustas fachadas con sus viejos balcones, apenas dejan ahí arriba espacio para que entre la luz del azul del
cielo. Parece que el tiempo se ha detenido o que Valencia entera con todos sus
monumentos falleros, sus encantadores festeros, su chiquillería petardera y sus
hordas de turistas propios y extraños, se ha ido como por arte de magia volando
a tomar por c…, a otro planeta.
Sonrío para mis adentros y busco qué llevarme
a la cámara, y, nunca lo hubiera creído de no verlo con mis
propios ojos, pero de pronto me fijo en ese pomo que sin duda... ¡me sonríe! No puedo
ignorarlo, le saludo y cruzamos unas palabras, pero al igual que un servidor, no es de
mucho conversar, así que simplemente le estrecho la mano (bueno, sé que
tampoco tiene, es un decir…) y al despedirnos, fotografío su sonrisa mientras
una pareja de transeúntes perdidos como yo en aquella calle, me ayudan a ponerle nariz.
Esta semana, mientras las pavesas de las
fallas surcaban los cielos camino de cualquier parte, se celebraba a escala
mundial, por obra y gracia de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el
Día Internacional de la Felicidad. ¡Tamaña idiotez me descompone! Celebrar la
felicidad, pero oiga… ¿quién?; como si la felicidad pudiera o debiera de
sentirse por decreto de semejante atajo de inútiles parásitos…, no, ellos no,
que no lo descarto aunque lo desconozco, sino sus absurdos quehaceres. Ya no
hacen falta señores, su razón de ser acabó como acabaron las guerras que les
sentaron en sus cómodos sillones, porque
todo lo domina poderoso caballero…, y sus palabras e ideas, lejos de servir
para algo, sobran en un mundo que si no tiene comida ni trabajo ni casa, no
está para que le vayan diciendo cuándo ha de ser feliz.
Menos
asambleas y menos "días de", y más riqueza bien repartida, y no en
gastos vacuos y dietas desmedidas, menos botellitas de agua mineral en enormes mesas de maderas nobles, menos sillones de piel, donde los listos de turno depositan
sus mimadas y flácidas posaderas. Total, para lo poco útil de su palabrería. Me sobran ustedes. Y su organización. Su dichosa asamblea no me
dice cuando tengo que ser feliz. Además de todo, porque ni siquiera está en su
mano el conseguirlo.
A mí, aquel humilde pomo,
me ayudó ese día a sentir algo parecido a un momento, a un destello
de felicidad mientras, tranquilamente, apretaba el disparador de mi cámara. Y por su sonrisa, creo que él también se sintió feliz, eso creo...