La plaza de San Pedro está medio desierta. No es extraño. En este desapacible mes de noviembre y a estas horas de la tarde, es mejor estar en casa que en cualquier otro sitio. Pero cuando se está de viaje, las inclemencias del tiempo es lo que menos importa. Hay que aprovechar cada minuto para verlo todo con calma. Y Roma bien merece unas cuantas gotas de lluvia.
Cuando he salido del hotel poco después del mediodía, el cielo estaba tan oscuro que parecía que, en cualquier momento, fuera a anochecer. Apenas llovía, pero unos inquietantes relámpagos surcaban el cielo despidiendo una potente luz que iluminaba, durante escasos segundos, las estrechas calles romanas por las que transitaba. Ahora pienso que quizás hubiera hecho mejor quedándome en el hotel a ver la tele o a tomarme un Martini con hielo en el acogedor pub de la esquina. Pero aquí estoy, aterida de frío, con los pies mojados, y mi cabello convertido en un amasijo de rizos que tienden peligrosamente a convertirse en ridículos tirabuzones.
No es por el mal tiempo ni por un mal humor que va creciendo dentro de mí como un hongo silvestre, pero me siento inquieta. Desde hace apenas unos minutos me he dado cuenta de que alguien me observa, sigue mis pasos. Y no creo que sea porque hoy esté especialmente atractiva. Una falda escocesa por debajo de la rodilla y unos espantosos mocasines de color negro con los tacones desgastados, me confieren todo el aspecto de una madura monja seglar. Pero mi presentimiento no me engaña. Es un hombre de mediana altura, de cabello negro y tez harinosa. Acelero el paso, pero él acelera el suyo. ¿Por qué esta plaza es tan enorme y por qué precisamente hoy, está tan vacía? La respuesta es obvia; con un día como éste no sale a la calle ni Dios, con perdón. Me odio a mí misma por estar allí, por haber hecho algo tan insensato. Pero es demasiado tarde. El hombre está ya a un tiro de piedra. Puedo ver sus ojos y son claros como el agua cristalina de una fuente. Pienso en lo que llevo de valor en el bolso: el móvil, unos cincuenta euros, la cámara digital…
Ya está junto a mí. Miro a mi alrededor desesperada y siento cómo mis pupilas se dilatan en la oscuridad de la media tarde. No puedo creer lo que veo. En el otro extremo de la plaza un perro, un perro enorme de pelaje gris, corre enloquecido y viene hacia mí. En décimas de segundos se ha lanzado sobre mi atacante, y de un brusco golpe de sus patas delanteras, lo ha tirado al suelo donde lo mordisquea sin piedad.
- ¡Socorro! -grito fuera de mí-, que alguien me ayude.
El miedo me ha paralizado y ya no siento nada. Entre la lluvia que arrecia veo como se acerca un guardia del vaticano blandiendo su alabarda como un elfo correteando por las neblinosas tierras medias. No me lo puedo creer. Deben estar rodando una película y yo me he metido por medio. Pero no. El guardia golpea al perro sin piedad y éste gime de dolor mientras sale huyendo. El hombre atacado se levanta de un brinco y sale tras él mientras una niebla repentina se extiende por el suelo como una lengua húmeda y pegajosa.
- ¿Se encuentra bien?
El guardia me sujeta por el brazo. En su rostro no hay el más leve signo de agitación.
- Bien, gracias - miento intentando esconder mi terror, porque si la proximidad de aquel extraño hombre de ojos claros me ha asustado hasta el límite, todavía me ha alterado más la repentina aparición de aquel perro callejero, de imponente presencia y cuya providencial intervención me ha salvado sin duda de pasar un mal rato.
En Roma he visto gatos. Orondos gatos atigrados, rojos, blancos como enormes ratones, tricolores, brillantes, curiosos, tumbados el sol, sobre las ruinas, mirando fijamente a la cámara de los turistas que optan siempre por tener foto de columna romana junto a gato callejero. Pero perros como aquel… Enorme, salvaje, rápido, feroz, libre, no había visto ninguno. Y no puedo negar que el susto me ha quitado las ganas de visitar la capilla Sixtina, que era mi destino en esta gris y desapacible tarde de noviembre.
Sin embargo, un relámpago que cruza el cielo de parte a parte me obliga a tomar una rápida decisión. Si entro en el Palacio episcopal al menos estaré a resguardo y no me mojaré más de lo que ya estoy. Y si evito calarme hasta los huesos, evitaré también el catarro o la neumonia posterior. Corro por la plaza mientras siento que mis piernas no avanzan a la velocidad que yo quisiera. Afortunadamente, no hay cola para entrar y en unos minutos me veo envuelta en la semipenumbra de una antesala cálida y amplia. Me sacudo el agua agitando la cabeza y miro a mi alrededor intentando situarme. Los nervios aún recorren mi cuerpo como si aquel relámpago fugaz hubiera traspasado mi piel húmeda y me fustigase desde las entrañas. Sigo las indicaciones. Capilla Sixtina. Camino a paso rápido como un hamster tozudo correteando por su rueda. No sé qué clase de descanso moral hallaré cuando llegue a la capilla, pero algo me dice ¿un sexto sentido quizás? que no puedo demorarme, que allí, al abrigo de los frescos de Miguel Ángel, hallaré la serenidad que ahora más que nunca necesito.
Grandiosa, como tantas veces la había imaginado. Respiro hondo y decido darme todo el tiempo del mundo para contemplar la obra por la que algunos hombres se eternizaron. Apenas hay gente. Sólo unas cuantas personas pasean por la sala y susurran entre sí en voz muy baja. Desde las bóvedas, Moisés me observa desde sus cientos de años. Me dejo seducir por la belleza que me rodea y siento no ser un gigante para acercarme más y más hasta los techos pintados con tanta técnica como pasión.
El juicio final sobre mi cabeza, como una premonición. Trago saliva y espero que nunca llegue y si llega, que el juzgador sea benevolente con mis errores y mis leves pecados. Más allá de la muerte, ¿será cierto que iremos a parar ante un tribunal al que tendremos que dar cuenta de lo malo y lo bueno que hemos hecho? Sonrío con mis tontos pensamientos mientras camino despacio sobre el pavimento de mármol y piedras coloreadas.
De repente, siento que alguien está demasiado cerca de mí, más de lo aconsejable.
- Perdón - Se disculpa -, miramos hacia arriba y no vemos…
Sonríe y su rostro se llena de belleza. Es un hombre de mediana edad, de cara angulosa y ojos oscuros. En la mano lleva un guía turística
- No se preocupe - respondo mientras recuerdo con odio mis mocasines monjiles y mi espantosa falda de punto escocés por debajo de la rodilla. Debo estar de pena. Sigo caminando despacio mientras siento fija en mí su mirada. Oigo sus pasos detrás de mí, pero intento disimular mi nerviosismo.
- La he visto en la plaza - me dice sin más preámbulo-. Ha debido llevarse un buen susto.
Me vuelvo en redondo. Ahora ya no tengo dudas. Aquel encuentro no parece fruto de la casualidad; más bien diría que aquel hombre me ha seguido hasta dentro de la Basílica. Un escalofrío recorre mi cuerpo pero no acierto a saber cual es su causa. Hago un esfuerzo por aparentar naturalidad y aplomo.
- La verdad es que he pasado un mal rato -reconozco-. Creía estar soñando. Primero aquel hombre tan siniestro que ha intentado robarme; luego, la aparición de ese perro imponente… ha sido... - no encuentro el adjetivo adecuado- desagradable -digo al fin-
- Mi nombre es Philip - dice tendiéndome la mano-
Es una presentación en toda regla. No puedo dejar de hacer lo mismo.
- Estefanía Sampedro . Estoy de visita en Roma. Usted… ¿vive aquí?
La pregunta le ha pillado por sorpresa porque tarda en contestar.
- Aquí y allá. Dispongo de un pequeño apartamento en el barrio de Appia Antica, pero habitualmente mi residencia la tengo fijada en Austria.
¡Vaya! -pienso-, una respuesta tan confusa que no sé si es un romano que vive en Austria o un austriaco que ha decidido fijar su residencia en Roma, o simplemente una persona que quiere ocultar el lugar en el que habita. Para disimular mi desconcierto, alzo el cuello como un pavo para encontrarme de nuevo con las bóvedas repletas de historias bíblicas, de rostros perfectos, de colores azules y violáceos, de túnicas plisadas, de templos griegos,
- Es una maravilla, ¿verdad? - me escucho decir, y para desviar su mirada penetrante, añado-, y aquello de allí ¿qué es? Parece que la tierra se esté tragando a la gente.
Avanzamos a la par hacia la escena. El silencio en la capilla es casi palpable pero siento que me acoge. Desearía no salir nunca de allí, quedarme acurrucada en cualquier rincón y seguir viviendo a la sombra de Jesús, de sus amigos y de sus enemigos. Veo que el hombre consulta su guía con atención.
-Es el castigo de los rebeldes- comenta mientras va leyendo-. Parece ser que algunos sacerdotes hebreos, entre ellos Coré y Datán, se rebelaron contra Moisés. Su castigo fue ser engullidos por la tierra y consumidos por el fuego…
- Pobrecillos - digo sin poderlo evitar-, ser rebelde en esa época no parecía salir muy rentable.
Es entonces cuando el hombre vuelve a sonreír y yo siento que estoy a punto de desmayarme. Mi torpe comentario sobre una obra de arte ha logrado el hechizo. Su rostro cambia, sus ojos se iluminan y su sonrisa se amplia por todo su cuerpo otorgándole una dimensión nueva.
- Supongo que no pasaría tal cual - responde riendo- pero seguro que enfrentarse contra el poder en aquellos tiempos no era una actitud prudente sino más bien muy peligrosa. Igual que ahora, por cierto.
Debía haber comprado una guía para visitar y entender todo aquello. Es, posiblemente, la única forma de sumergirse en este hermoso galimatías que baila sobre mi cabeza, hablándome desde épocas inciertas y quizás de cosas más inciertas todavía.
-Debería haber traído una guía turística - digo ahora en voz alta-. Mis hermanos ya me lo advirtieron. Una ciudad como Roma sin una buena guía es como el laberinto del minotauro.
Sonríe. Es como si como si mi comentario sobre los desventurados sacerdotes hebreos que la tierra se había tragado con absoluta crueldad, todavía le sigue haciendo gracia. Creo que no me ha oído, pero me equivoco.
- ¿Tienes hermanos?- inquiere-
- Dos - respondo-, y los días previos a mi viaje no dejaron de decirme que dónde iba yo sin una buena guía. Tenían razón.
- Ya ve- dice mientras me muestra la suya-. Parecen suficientemente útiles para comprender esas terribles escenas bíblicas.
Sonrío a mi vez. Está claro que me siento demasiado bien. Y se que ese cosquilleo a la entrada del estómago no es una buena señal. No puedo permitirme un ligue de viaje. ¿O sí?
- ¿Tiene usted hermanos?
Veo que sigue leyendo atentamente la guía.
- La vida de Jesús, en pasajes… Veamos. ¿qué decía?
- ¿Qué si tiene hermanos? -vuelvo a preguntar sintiendo que soy una torpe entrometida-
- Sí - su tono de voz se convierte en un susurro-. Soy el séptimo varón de una humilde familia austriaca.
- Una familia numerosa - interrumpo-
- Sí… - contesta mientras sigue ojeando la guía.
Guardo silencio mientras espero que continúe.
-Realmente, no llegué a conocer a mi familia biológica - dice de repente-. Me abandonaron siendo muy pequeño, casi un bebé.
La confesión me coge por sorpresa.
- Lo lamento.
-Son cosas de la vida - afirma mientras sonríe de una forma que transforma todo su rostro-, pero, a duras penas se van superando.
- ¿Era una familia muy humilde?
- Por lo visto, no.
Es evidente que no quiere darle importancia al asunto, o más aún, prefiere no hablar de ello.
- Mire la bóveda central, allí, a la derecha, es la Creación de la luz, una maravilla.
Pero yo me he quedado prendida en la anterior historia, en la historia personal del hombre con el que estoy compartiendo un paseo celestial. La creación de la luz, hermosísima, sin duda, me importa bien poco en estos momentos.
- ¿Por qué le abandonaron? - pregunto antes de que el tema que a mí me interesa deje de poder ser introducido de forma espontánea en una conversación llena de barbudos profetas y sabios pontífices.
- Por ignorancia. Había una estúpida creencia en mis país que afirmaba que los séptimos hijos varones de una familia, se convertirían con el paso de los años en hombres lobos.
No me río por no ofenderle.
- Y su familia…
- Mi padre estaba convencido de que esa absurda leyenda rural era cierta, así que, pese a los desesperados llantos de mi madre, me abandonó en un oscuro bosque, cerca de Hainsdorf ¿Conoce Austria?
- En absoluto -confieso-
Es una zona muy boscosa, muy oscura. Afortunadamente, unos campesinos que volvían de su trabajo me encontraron y me llevaron a su casa. Allí me crié.
Me he quedado sin aire, sin aliento. Tengo la sensación de que la bóveda de la capilla quiere hacerse añicos sobre mí de un momento a otro.
- Es una historia terrible - digo con un hilo de voz-. No sabe cuánto lo lamento.
- La ignorancia causa muchos más estragos que la propia maldad de los seres humanos - sentencia -. Vamos a ver la pared norte- y añade-, si le apetece. Es allí donde está reflejada la vida de Jesús, y verá usted que belleza en la representación de la Ultima Cena.
La belleza danza a mi alrededor como una oleada de color y recuerdos. Estoy convencida de que este hombre me esta seduciendo, consciente o inconscientemente. Mientras él habla de la Ultima Cena, yo comienzo a soñar en un futuro que imagino muy cercano. Al cabo de unos minutos -sueño- abandonaremos la basílica y él tendrá aparcada junto a la Plaza de San Pedro una moto gigantesca con hermosos abalorios plateados. Y dos cascos. Me preguntará si quiero dar una vuelta por la ciudad y yo le contestaré encantada que sí. Cruzaremos las calles de Roma con el cabello al viento como Audrey Hepburn y Gregory Peck En Vacaciones en Roma. Me llevará luego a la isla Tiberina y allí, nos sentaremos en un banco junto al río hasta que lentamente caiga la tarde... A continuación me invitará a cenar en una pizzeria mal iluminada situada en una recoleta plaza del Trastevere y luego nos tomaremos una última copa en...
Su voz alterada rompe de golpe mis tontas ensoñaciones.
- Está saliendo el sol -dice, y noto que la voz le tiembla-. Tiene que salir ahora, antes de que las nubes oculten de nuevo los rayos solares.
- ¿Qué?
Me coge del brazo y me lleva hacia la puerta mientras yo intento resistirme. ¿Se ha vuelto loco ?
- Debe salir ahora y caminar por donde el pavimento quede iluminado por los rayos de sol.
Me estoy poniendo de los nervios.
- Perdone… - digo muy resuelta dispuesta a no dejarme a avasallar, pero él no me deja continuar-
- Escúcheme. Aquel hombre que se acercó peligrosamente a usted en la plaza de San Pedro no quería ni su móvil ni su dinero…
- ¿Entonces…?
Siento que sus uñas se clavan en mis manos.
- Aquel hombre sólo quería su sangre. Salga ahora o no escapará nunca.
Una luz dorada lo invade todo. Le miro a sus ojos y tengo la certeza de que no miente. Es posible que la locura que ilumina su mirada en este momento me hace sentir que está diciendo la verdad pero, ¿qué clase de surrealista verdad es ésta? ¿En qué lugar del futuro queda ahora mi sueño del paseo en vespa por las calles de Roma, y la cena íntima en la pequeña pizzeria a la luz tenue de unas velas perfumadas?
Sin saber a qué tipo de razones o demencias obedezco, salgo a la plaza y corro buscando las baldosas iluminadas por los rayos de sol, como si estuviera jugando en un sambori descomunal. De repente, sin darme cuenta salto a una zona inundada por las sombras y siento de inmediato que la tierra se abre bajo mis pies y me traga mientras mis piernas comienzan a arder en algún fuego oculto, igual que les sucedió a los sacerdotes rebeldes que no acataron las normas. Comienzo a gritar mientras todo se oscurece a mi alrededor y un terrible ruido me taladra la cabeza. Me hundo más y más mientras nadie acude en mi ayuda.
Despierto. Mi respiración es agitada y mi cuerpo esta cubierto de sudor. Junto a mí, la alarma del móvil suena como si fuera a acabarse el mundo. Miro la hora. Son las ocho en punto. Respiro muy hondo intentando encontrar mi ritmo cardíaco. Todavía puedo sentir las manos de aquel hombre de mirada inolvidable sobre las mías. Tengo tiempo. A las doce sale el avión hacia Roma. Siento un cosquilleo por todo el cuerpo mientras me preparo el café. Todavía no he comenzado el viaje, y tengo la sensación de que ya he vuelto.
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Un sueño premonitorio, Amparo, asi que mete en la maleta una ristra de ajos y agua bendita (esto último puedes suministrarte bien de las numerosas iglesias que hay en Roma) y un colgante con una cruz sobre el cuello y listo, salvada!!!
ResponderEliminarEmocionante viaje a Roma, si ya es fabuloso visitarla, mejor aderezada con misterios y aventuras. Fácil ha sido seguirte por todo el Vaticano y muy interesante la visita a la Capilla Sixtina.
Besos y besos.
El final del sueño ha sido tan intenso que me he quedado con ganas de más. La historia con el lobo-hombre me estaba enganchando.
ResponderEliminarSueñas algo así y cuando llegas al destino de tu viaje te aseguro que vas mirando el claroscuro de las baldosas y las cuentas si hace falta.
Muy chulo.
Me ha encantado tu relato, el misterio que lo rodea...Un sueño que te mete el miedo dentro del cuerpo y mas si estas a punto de partir al lugar del sueño.
ResponderEliminarUn cálido abrazo
Si estoy todavía a tiempo, permíteme hacer la maletas e irme contigo, me gustaría compartir tu aventura, ahora bien si consideras que puedo estorbar y desvirtuar la historia, me voy a buscar a mi hombre lobo en París, Ahuuuu!!!
ResponderEliminarHe disfrutado tu relato con ese terrorifico toque y he vuelto a revivir mi visita a la Capilla Sixtina. Volvería de todas, todas.
Besos.
Intenso y emocionante relato que merece todos mis aplausos. Es una gozada el leerte cuando mezclas arte y cultura en tus relatos, relatos de viajes de ensueño y de ensoñaciones apasionadas..., un auténtico placer.
ResponderEliminarUn saludo Amparo!
Hola Gemelas. La verdad es que me salgo de mis temas habituales, pero un día me dije: por qué no escribir algo con vampirois y hombres lobos de por medio? Y te aseguro que lo pasé muy bien. Gracias por tu comentario.
ResponderEliminarNepali, la verdad es que nunca había escrito sobre estos temas- por otra parte tan manidos- pero ya tenía ganas. Algo diferente para cambiar de aires, pero por ahora no me puedo ir a Roma. Sii algún día voy, ya os contaré,
ResponderEliminarSneyder, gracias por tu comentario. Seres irreales, fantasía, algo nuevo que nunca había encontrado un lugar en mis relatos, pero por fin llegó el momento.
ResponderEliminarMar, lo cierto es que pensaba que este relato no le iba a gustar a nadie, pero parece ser que, afortunadamente, no ha sido así. Desde que los he escrito tengo muchas, muchas ganas de ir a Roma. Ya veremos...
ResponderEliminarGracias Emilio, una nueva forma de ver las cosas y me alegro de que haya sido para tí un placer leerlo.
ResponderEliminarGenial, Amparo! Me ha enganchado tu historia, escribes con una desenvoltura y un desenfado que me parece maravilloso.
ResponderEliminarEn cualquier caso, ten cuidado, los hombres lobo existen........
Gracias Latour. Nunca había escrito un relato de esas características, pero a veces apetece seguir la moda. pensé que no os gustaría. Pero bueno, parece que el "experimento" ha salido bien.
ResponderEliminarRoma es una ciudad capaz de encerrar miles de misterios, no me extrañaría nada encontrarme alguna de las criaturas que describes al doblar una esquina...
ResponderEliminarUn abrazo!