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martes, 4 de junio de 2013

LA GATA SOBRE EL TECLADO. El buen vecino.

El hombre permanecía sentado sobre la cama, con el rostro escondido entre las manos. Frente a él, otro hombre, de pie, le miraba atentamente sin decir nada. El primer hombre sollozaba. El segundo encendió un cigarro lentamente y miró hacia la ventana como si el espectáculo de ver a un hombre llorar le resultara insoportable. Hacía una noche plácida y la luz de la luna llena atravesaba los visillos y se extendía por la habitación en penumbra contorneando la silueta de los muebles.  
- Cuéntame - le dijo el segundo hombre al primero-. No tenemos mucho tiempo. 
El primer hombre se quitó las manos de la cara. Su rostro estaba pálido y gruesos regueros de lágrimas lo recorrían. 
- No me acuerdo de nada, te lo aseguro. 
El primer hombre dio una profunda calada a su cigarro.
- ¿Discutisteis?
- Claro que discutimos. Eva se había ido al centro comercial sobre las siete y volvió a las doce de la noche. Ni siquiera me llamó por teléfono para avisarme de que llegaría tarde. 
El segundo hombre tomó asiento en un viejo sillón tapizado de skay.
- ¿Eso te enfado, Pablo?
- ¡Hombre! El centro comercial cierra a las diez y está apenas a un cuarto de hora. Pensé que le había pasado algo.
- ¿Y qué te dijo ella cuando llegó?
- Que se había encontrado con una amiga, pero no la creí. 
- ¿Por qué?
- Sus amigas tienen niños pequeños y no suelen estar a esas horas por ahí. 
- Ya.
Se produjo un silencio tenso, cargado de ansiedad.
-Déjame verla, Rodrigo. Quiero saber qué he hecho. 
Rodrigo se acercó a Pablo y puso sus manos sobre sus rodillas.
- Es mejor que no la veas- aconsejó-. No podrías olvidarlo. 
Una ráfaga de viento entró por la ventana y Pablo se estremeció en un temblor que le recorrió todo el cuerpo. 
- Escucha- le dijo Rodrigo en un susurro-, soy tu vecino además de policía. Sólo quiero ayudarte. Trata de recordar que pasó. 
Pablo volvió a esconder la cara en sus manos. Gimoteaba como un bebé hambriento. 
-Eva había llegado muy tarde. Llevaba un vestido de color azul  muy atrevido. Se pegaba a su cuerpo como una segunda piel. Tenía los ojos enrojecidos, como si hubiera bebido.
- Sigue- le animó Rodrigo- 
- Comenzó a servirse una copa tras otra. Me decía que no me metiera en su vida, que estaba harta de mis tontos celos,  que había estado con una amiga y punto. 
- ¿Y qué hiciste tu?
- Empecé a beber para que ella no acabara borracha como una  cuba. Después, ya no recuerdo nada.
Rodrigo miró a su alrededor. Sobre el sofá, en el suelo, en la alfombra, enormes manchas de sangre tapizaban el frío suelo de terrazo gris.
- Pues ya ves que la discusión fue a más.
Pablo volvió a sollozar entre grandes espasmos. 
- ¿A qué esperas para llamar a tus compañeros? No alarguemos esto más.  
- Estoy pensando.
- ¿En qué?
- Sabes que no vas aguantar mucho en la cárcel. Estás enfermo.
Pablo se retiró el pelo de la frente. La mano le temblaba. 
- ¿Qué importa ya?
Rodrigo dio una vuelta sobre si mismo, en un gesto estudiadamente teatral. 
- Claro que importa, Pablo. La vida importa. Es lo único que tenemos. ¿Cuantos años tienes?
- Treinta y cinco. 
- ¿Lo ves? Cuando salgas de la cárcel, la vida habrá pasado si es que consigues salir. Serás un viejo derrotado y fracasado, y sólo porque cometiste un error. 
- Soy un monstruo, Rodrigo. No he cometido un error. 
Rodrigo se encaminó hacia la ventana y dejó que  la brisa de la noche golpeara su cara curtida. Habló sin volverse. 
- Te doy una hora.
- ¿Qué?
- Ahí fuera tienes el coche. El aeropuerto está a tan sólo veinte minutos...
- ¿Estás loco? Vas a hundir tu carrera, te vas a meter en un lío...
Rodrigo se acercó lentamente. Su voz era suave y persuasiva.
- Sé lo que hago. ¿Tienes dinero?
- Algo. 
-Vete y no vuelvas nunca. 
Pablo comenzó a llorar de nuevo y esta vez fueron profundos gemidos. 
- No hay tiempo que perder, Pablo. Vete y recupera tu vida.
El hombre se levantó tambaleándose y abrazó a Rodrigo. 
- Eres un buen hombre y un buen vecino.
- No pierdas el tiempo. 
Cinco minutos después el coche de Pablo desapareció camino arriba, hacia la carretera, entre las sombras alargadas de los cipreses.  Las nubes habían semiocultado la luz de la luna y la noche se había vuelto más oscura. Rodrigo se sentó en el sillón y encendió otro cigarro. Cerró los ojos y dejó que transcurriera el tiempo. 
Apenas media hora después unos golpes sonaron en la puerta. Rodrigo gritó sin levantarse. 
- ¡La puerta está abierta!
Unos pasos sigilosos resonaron sobre el parquet. 
- ¿Ya se ha ido?
- Para siempre. Supongo que me merezco un beso, Eva.
- Un beso y más. 
Eva y Rodrigo se fundieron en un abrazo largo, brusco, traidor. Mientras la luna salía de nuevo de entre las nubes para iluminar el escenario de la mentira. 




martes, 5 de marzo de 2013

LA GATA SOBRE EL TECLADO. El amigo del alma




Había sido su mejor amigo, uno de esos amigos de los que llaman del alma. Habían compartido deberes escolares y primeras novias. Habían hecho novillos los viernes por la tarde y se habían emborrachado por primera vez, y no última, a los catorce años. Sin darse cuenta se habían convertido en hombres de pelo en pecho. Juan se había casado con Lourdes, una chica de la barriada, y Arturo se había ido a vivir con una señorita de clase alta, pero a éste último la alianza le había durado lo que un caramelo a la puerta de un colegio.


Juan destripaba sus recuerdos aquella tarde de finales de invierno mientras trabajaba el mármol. Era un artista y lo sabía, pero en aquel trabajo en concreto estaba poniendo especial interés. 
El mármol era travertino, de color amarillo oro, con unas vetas anaranjadas que le dotaban de luz propia. Las letras, plateadas, que últimamente se estilaban, y sin lugar a dudas, las tendencias de moda llegaban en estos tiempos de imagen hasta las mismas puertas del Paraíso. Fue colocando las consonantes y las vocales hasta concluir el nombre: Arturo de la Peña García. Perfecto. El texto estaba por ver, pero si algo tenía claro Juan es que no iba a escribir Descanse en paz. Desde luego no era la frase más apropiada dadas las circunstancias, porque malditas las ganas que tenía de que descansara en paz el muy cabrón. Más bien deseaba que la conciencia le atormentara más allá de la vida y le acompañara hasta las mismas entrañas del infierno. Mejor poner Tus seres queridos no te olvidan. Era una frase muy manida, pero se prestaba a cualquier interpretación. Tus seres queridos... -pensó Juan mientras hacía esfuerzos por sonreir-. ¿Y que pasa con los que un día te quisimos y luego traicionaste? Tampoco te vamos a olvidar aunque quisiéramos.

¿Cómo sería posible olvidar la traición, la mentira, la infamia? ¿Cómo olvidar aquella tarde de playa cuando los tres caminaban sobre la arena mojada, y Arturo miraba a Lourdes como si quisiera zamparsela de un bocado? ¿Cómo ignorar aquellas cenas compartidas en la terraza de casa en las que Juan sentía que sobraba tanto como el espantoso mantel de hule que cubría la mesa
Arrebatando terreno, escarbando como un topo musaraña, Arturo fue llegando al corazón, y un poco más tarde, al cuerpo moldeado de Lourdes. ¡Amigo del alma, joder! Y lo había sido en cierto sentido. Era siempre el que escuchaba, el que consolaba, el que acompañaba, el hombro sobre el que llorar, el paño de lágrimas. Y en la cercanía confiada, había ido destruyendo su relación desde dentro, como en una metástasis violenta que hubiese fagocitado cada uno de sus sentimientos. No debía torturarse con lo recuerdos, así que siguió pensando en el texto más adecuado. También podía escribir sobre aquella lápida anaranjada, Te recordaremos siempre, porque Juan estaba seguro de que lo recordaría cada minuto del resto de su vida, cada tarde, cada mañana, cada noche arrebatada. 
Sintió odio hacia sí mismo por no haberse dado cuenta antes de que el amigo del alma le había arrancado de su vida lo que él más quería, había invadido su territorio, había ocupado su cama. Con pasos quedos y sigilosos, como una pantera, Arturo había saltado sobre su presa para hacerla suya y había roto su horizonte de promesas de un inmenso zarpazo.
Observó su obra a cierta distancia. No podía estar quedando mejor. Luego puso la fecha de nacimiento y de defunción. A continuación, colocó una pequeña vasija igualmente de mármol, por si algún osado deseaba llevarle flores en un instante de desvarío. 
Se sentía tremendamente satisfecho. La lápida había quedado perfecta. Perfecta la armonía de colores, el cincelado de las letras, la composición del texto, el pulido de la piedra marmórea. Era un buen artista y el lo sabía.
Ahora sólo le faltaba matar a Arturo.