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viernes, 5 de diciembre de 2014

FOTO POR TI_R.I.P. señor cangrejo

Humildemente, el señor cangrejo reposa su sueño eterno. Un día lo encuentras en la playa como es probable, sobre la arena como tantas veces. Pero esta vez algo es distinto: está panza arriba y no se mueve.
Pronto formará parte otra vez de un universo de arena, sal y espuma blanca del mar. Muy probablemente ocurra que antes de eso, alguna gaviota retire sus restos. Tal vez sean las hormigas que ya merodean.
Es la manera en que estas cosas acaban. Nada se desaprovecha en una naturaleza eficaz, eficiente, limpia y ordenada. Lógica.
Igual que cuando vivía, pero con su caparazón volteado sobre la arena e inerme, don cangrejo mira con su vacía mirada a un mundo del revés. Más allá, la playa y el mar siguen inmutables a lo suyo. Es así. Cruel quizá. Imperturbable y sereno. Simple e implacable. Sencillo, terrible y bello. Quién sabe pero, seguramente y en alguna parte, en algún otro mar, algún cangrejo nazca para ocupar el hueco. La vida acaba porque, la muerte, forma parte del juego. Tratamos siempre de descartarnos de ella cuando nos reparten las cartas. Pero no importa: siempre terminamos por cogerla otra vez.


A mí, el señor cangrejo, éste, me guiña un ojo. Bueno, me guiña más bien los dos. 
Me despido con una última fotografía y me sumo al murmullo de las olas que escucho al fondo.
Ellas le susurran su particular y sentido requiem. Descansa en paz señor cangrejo.

Saludos calados.


Con él hice muchos, muchísimos castillos en la arena, en playas como esta. Con él cazaba cangrejos. Con él jugaba con la espuma de las olas del mar. Con él aprendí a ir en bicicleta. Él me enseñó a lavarme las manos antes de comer y a ser puntual para ir al cole. Y a volar una cometa. A saludar al llegar y al irme y a pedir el turno en la cola del pan. Me enseñó también a hacerme el nudo de la corbata. Él me enseñó a amar a los míos y a ser persona.
Y muchas, muchas más cosas. Tantas... Sé que está ya en algún lugar, libre y en paz.  
Gracias por tí, gracias por todo, papá.


viernes, 1 de noviembre de 2013

FOTO POR TÍ_Mausoleos urbanos



Cualquier ciudad de nuestros días se ve salpicada, más de lo deseable, de lo que yo llamaría: “pequeños mausoleos urbanos”. Cuando vemos esos ramos atados a farolas, vallas, dejados sin más en un mojón de un camino, pegados a una pared, atados a un árbol, sabemos, iconografía moderna mediante, que ahí, justo ahí, alguien tuvo esa última cita que todos tenemos concertada desde el mismo día en que nacemos.
Ignoro quién inició esa costumbre. Sin duda, quien lo hizo echó mano sin saberlo de lo más primario de sus instintos, y en un impulso que brotaba de lo hondo de un cariño roto, la impotencia, la amargura y la pena, obró el sortilegio de mutar el dolor en vida al depositar unas flores allá donde el alma querida dejara de respirar en un mal día.
Nunca entenderé porqué ofrecemos flores en memoria de los ausentes. Nada más sobrio, silencioso y oscuro que el ángel negro. Sin embargo, tras su paso, recordamos al que amamos dejando unas flores en un lugar señalado: una tumba o un recuerdo de ella. Unas flores, todo color, aroma y fragancia, promesa de vida futura.
Se me ocurre que es una metáfora de eso en lo que algunos confían gracias a la fe que confiesan, y que muchos, creyentes o no y pese a todo, esperan: la resurrección y la vuelta a la vida. Puede ser. En cualquier caso me llama la atención esa extraña asociación que hacemos al final de los días entre la pena de la ausencia infinita y la alegría del color de las flores.

A mí en cambio, cada vez que pienso en los que se fueron, me da por alzar la vista al cielo, mirar las nubes, y buscar en cada jirón desgarrado el guiño de un ser querido. Me gusta imaginarlo en algún celeste lugar, buscándome entre las gentes, cabalgando su espíritu en el viento, arremolinada su esencia entre las ramas de árboles añejos y entre la espuma de las rompientes de la mar. Mientras, casi sin querer, una sonrisa aflora a mis labios y un pensamiento fugaz me trae sin yo llamarlo el destello de su mirada a la memoria.

Vaya mi entrada de hoy, triste sin tapujos, por todos los ausentes. En especial por aquellos que un día cualquiera y sin motivo, sin enfermar ni arriesgar nada más que su cotidiano empeño por vivir la vida, fueron visitados por esa que no nombro y con la que, queramos o no, habremos de partir de la mano hacia un rumbo desconocido. 
Y con ellos todos los demás, los propios y los ajenos, los que conozco y los anónimos, los que gastaron ya ese billete sin retorno y los siguientes en taquillas. Por todos ellos me agaché en una acera y para todos ellos va hoy mi sincero y respetuoso recuerdo, en un gemido callado que ahogo mientras trago.